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Monday, February 13, 2006

La Tele o yo

No hablaré de los formatos televisivos gringos, ni de lo fome que es Julio César Rodriguez, ni de lo inservible que resultaron sus panelistas. Nada de eso. Si bien el título lo cogí del espacio conducido por el otrora editor del medio donde me encuentro haciendo la práctica (LND), mi idea no es hablar de la caja tonta. La referencia es cercana a lo que quiero expresar. Y aunque ejemplifico ciertos hechos con el medio, esto se justifica en la acción que ejerce en mi relato. Como diría Yoda: Todo más claro será si la quinceava página del diario de Way Roth previamente lees.

Carrete en casa de amigos, reuniones tarderinas o lo que sea, siempre existen conversaciones típicas. Más allá de exhibir el discurso: "no se puede hablar de deporte, ni de política, ni de religión" -aunque igual termines discutiendo sobre lo que sea- están esos temas que dan para largo: el cine, la música y la televisión. Y dentro de este marco "cultural" sale otro típico cuestionamiento: ¿Han llorado con una película o programa?. La lista va desde "El Rey León" hasta, la todavía no estrenada en Chile, "Brokeback Mountain", pasando por "Titanic" y "Cadena de Favores"; y en ocasiones algún programa de ayuda social o la final de algún evento deportivo que cual Solabarrieta vivimos con la emoción de un patriota: "Estoy llorando". Patético.

Y en la exposición de la pregunta misma en medio de ese contexto amigable y aunque todos ya lo sepan, cuento que la única película que me ha hecho llorar es "Cortocircuito II", film dirigido por Kenneth Johnson y que factura en su reparto, entre otros, a Fisher Stevens, quien en su faceta de productor trabajó en un film protagonizado por Benjamín Bratt que lleva coincidentemente por título mi segundo apellido: "Piñero".

Sin alejarme de mi fin último, prosigo. La cinta, cuya principal figura es un robot, fue una de las muchas películas que vi a partir de los ocho años junto a un grupo de amigos guiados por una vecina en el cine de carabineros, lugar que ni siquiera recuerdo en que comuna queda o quedaba. Y a pesar de que el film no lo he vuelto a ver -no por pena-, tengo grabada en mi mente la escena donde destruyen a Cortocircuito, que es específicamente la que me hizo llorar.

Tras ese escenario -en donde todos comentan sus anécdotas pegadas al llanto, el moco tendido, la emoción, la alegría, la angustia, la pena, o el simple remezón de ojos que los pone un poco rojos, dilatados y húmedos- hago un raccontto y comento que últimamente me estoy emocionando con facilidad ante ciertas escenas. Todos me miran con cara de duda y yo pienso: Si mi vieja me escuchara no lo creería. Según ella soy un hombre frío de sentimientos -el que la conoce reirá, el que no hágalo igual-.

Así es. La remembranza fue larga y mis archivos decían que hace varios meses que la televisión y el cine como elementos hipnóticos -para echarle la culpa a algo- me estaban produciendo un estado más vulnerable. Por ejemplo cuando en el programa deportivo típico de tarde dominguera en TVN o cualquiera del recuerdo transmitido por la cadena Fox Sports recordaban la final de la Libertadores del 91' jugada por Colo Colo ante Olimpia en el partido de vuelta donde el equipo albo ganó 3 a 0, mis ojos tiritaban y mi pecho se inflaba. Cosa similar pasaba con la repetición de la final olímpica del tenis, el partido de Chile ante Inglaterra en Wembley, el golazo del Coto Sierra en el mundial de Francia 98' y sin ir más lejos, el pasado fin de semana cuando Chile se imponía 3 a 0 ante Eslovaquia por Copa Davis mi pecho se volvió a inflar y una sonrisa se apoderó de mi cara.

Y no sólo el deporte dio frutos a la incógnita de mi estado emocional. Películas -algunas incluso ya vistas antes-, como "Dulce Noviembre", "Amelié", "Mis Primeras 50 Citas", "Eterno Resplandor de una Mente sin Recuerdos", "Las Cenizas de Ángela", "Adiós a Las Vegas" y "Atando Cabos", entre otras, me han provocado esa sensación de acongojo, un suspiro y un: "¿Qué mierda me pasa?".

También me sorprendí angustiado ante las escenas de programas como Contacto, donde, por ejemplo, en un reportaje a la villa "El Volcán", mostraban entre los barrotes de la protección de un departamento, a un niño que llamaba a su madre. De inmediato me salió del alma el: "Por la conchesumare". Nuevamente la rabia y la desesperación se apoderaron de mí, cuando los canales nacionales transmitían este fin de semana la golpiza que le daban los soldados -gilipollas como diría dentro de lo más suave Betzie Jaramillo- ingleses a unos adolescentes iraquíes hace dos años. De hecho la escena completa solo logré verla una vez, en la repetición preferí cambiar de canal.

Y no es que encuentre malo el emocionarse por las imágenes ficticias o reales emitidas en una pantalla, pero yo no era así. Me pregunto: ¿Es la tele la que me tiene así o simplemente soy yo? Será que estoy siendo hipnotizado por esta caja de mierda y me vuelvo vulnerable a sus mensajes. O simplemente estoy más sensible al dolor ajeno. Será efecto de la marihuana o el alcohol acumulado. Será parte de una etapa. Serán mis 23 años. Espero no llegar a emocionarme con el final de "Gatas y Tuercas", eso sería lo último. Mi vieja no se sorprendería, simplemente me recomendaría un psiquiatra. De hecho llorar por una teleserie chilena -con mayor razón si es de canal 13- es más ordinario que admirar a Julio César Rodríguez por su trabajo frente a las cámaras de televisión. O sea. Snif