La Tele o yo

Carrete en casa de amigos, reuniones tarderinas o lo que sea, siempre existen conversaciones típicas. Más allá de exhibir el discurso: "no se puede hablar de deporte, ni de política, ni de religión" -aunque igual termines discutiendo sobre lo que sea- están esos temas que dan para largo: el cine, la música y la televisión. Y dentro de este marco "cultural" sale otro típico cuestionamiento: ¿Han llorado con una película o programa?. La lista va desde "El Rey León" hasta, la todavía no estrenada en Chile, "Brokeback Mountain", pasando por "Titanic" y "Cadena de Favores"; y en ocasiones algún programa de ayuda social o la final de algún evento deportivo que cual Solabarrieta vivimos con la emoción de un patriota: "Estoy llorando". Patético.

Sin alejarme de mi fin último, prosigo. La cinta, cuya principal figura es un robot, fue una de las muchas películas que vi a partir de los ocho años junto a un grupo de amigos guiados por una vecina en el cine de carabineros, lugar que ni siquiera recuerdo en que comuna queda o quedaba. Y a pesar de que el film no lo he vuelto a ver -no por pena-, tengo grabada en mi mente la escena donde destruyen a Cortocircuito, que es específicamente la que me hizo llorar.
Tras ese escenario -en donde todos comentan sus anécdotas pegadas al llanto, el moco tendido, la emoción, la alegría, la angustia, la pena, o el simple remezón de ojos que los pone un poco rojos, dilatados y húmedos- hago un raccontto y comento que últimamente me estoy emocionando con facilidad ante ciertas escenas. Todos me miran con cara de duda y yo pienso: Si mi vieja me escuchara no lo creería. Según ella soy un hombre frío de sentimientos -el que la conoce reirá, el que no hágalo igual-.


También me sorprendí angustiado ante las escenas de programas como Contacto, donde, por ejemplo, en un reportaje a la villa "El Volcán", mostraban entre los barrotes de la protección de un departamento, a un niño que llamaba a su madre. De inmediato me salió del alma el: "Por la conchesumare". Nuevamente la rabia y la desesperación se apoderaron de mí, cuando los canales nacionales transmitían este fin de semana la golpiza que le daban los soldados -gilipollas como diría dentro de lo más suave Betzie Jaramillo- ingleses a unos adolescentes iraquíes hace dos años. De hecho la escena completa solo logré verla una vez, en la repetición preferí cambiar de canal.
Y no es que encuentre malo el emocionarse por las imágenes ficticias o reales emitidas en una pantalla, pero yo no era así. Me pregunto: ¿Es la tele la que me tiene así o simplemente soy yo? Será que estoy siendo hipnotizado por esta caja de mierda y me vuelvo vulnerable a sus mensajes. O simplemente estoy más sensible al dolor ajeno. Será efecto de la marihuana o el alcohol acumulado. Será parte de una etapa. Serán mis 23 años. Espero no llegar a emocionarme con el final de "Gatas y Tuercas", eso sería lo último. Mi vieja no se sorprendería, simplemente me recomendaría un psiquiatra. De hecho llorar por una teleserie chilena -con mayor razón si es de canal 13- es más ordinario que admirar a Julio César Rodríguez por su trabajo frente a las cámaras de televisión. O sea. Snif